Anoche me desperté en medio de la oscuridad intentando tantear la mesita para encender la luz. No había mesita. Me levanté del lado izquierdo de la cama, como solía hacer, y choqué contra la pared. Caminé la habitación de largo hasta la puerta. Encontré la puerta del armario. Entonces me paré a escuchar, intentar orientarme por los sonidos, pero el ruido había sido sustituido por un silencio ensordecedor, no había helicóptero, ni sirenas de policía o ambulancia, ni siquiera el de un bebe llorando. Opté por entornar los ojos y hacer un esfuerzo por ver en la oscuridad. ¿Oscuridad? ¿Dónde estaba esa tenue luz de farolas que entraba por la ventana aunque fuera plena madrugada? ¿Y el cielo anaranjado sin estrellas que ilumina tu habitación sea la hora que sea? Desorientada y medio dormida recordé que ya no estaba en Londres, en mi habitación. Que ya no tenía mesita de noche con lamparilla, que mi cama estaba pegada a la pared por el lado izquierdo y que ya no tenía una habitación alargada, si no cuadrada. Que la ciudad de más de 8 millones de habitantes con sus 8 millones de coches había sido sustituida por una de a penas 300 mil. Y entonces, una vez más, parte de mi mundo se calló a mis pies.
Hacia un par de semanas y casi sin enterarme, me encontraba en el aeropuerto de Stansted, con dos maletas y un bolso, con un billete en la mano, como muchas otras veces. Pero, con la única diferencia de que esta vez el billete solo era de ida. Londres tiene la capacidad de reemplazarte en medio segundo. A la vez que tu dejas el país, están entrando otras dos personas, que llegan con todas sus ilusiones y su nerviosismo, cómo tu lo hiciste un día. Y les miras, y sonríes. Todavía puedes recordar como si fuera ayer, cuando un autobús medio destartalado te dejó tirada en medio de Victoria, en plena hora punta. Y como mientras todo el mundo corría de un lado a otro, como si el transporte de vuelta a casa fuera a terminarse para siempre en cualquier momento, tu sólo intentabas no desvanecerte y pensar lo más rápido que tu cerebro te permitía. Y las vuelves a mirar, y piensas que posiblemente ellas sean las que te sustituyan en este país, las que vayan a tu Starbucks de siempre y se sienten en tu mesa de siempre, con tu Mocha; las que miren cada semana la Time out buscando la última exposición o el bar más de moda o simplemente ojear el "What to do". Porque tu aventura se ha terminado, pero la de ellas sólo acaba de empezar. Y entonces, una vez mas, parte de tu mundo se cae a tus pies.
Y por hacerlo todo un poco más llevadero, me pongo a pensar que yo una vez odie Londres. Porque no me permitió dormir más de 5 horas diarias durante una temporada, porque tenia que sobrevivir a base de latas de atún y embutido que me mandaban de casa. Usábamos aquellos zapatos que nos habían costado 3 libras, con los que corríamos el riesgo de arder vivas si se caía algo de agua hirviendo, pero que daban totalmente el pego para el trabajo. Cuando veía como mi día de ocio a la semana se iba en una pequeña tarjeta azul que me permita coger el metro para ir a trabajar todos los días. Cuando por más capas que te ponías tus huesos estaban totalmente helados. También como en tu día de descanso, en el que podías dormir lo que quisieras, a las 8 de la mañana estabas en pie porque un sol egoísta irrumpía en tu habitación por las ventanas, sin persianas. O como entre noviembre y Marzo el día duraba 7 horas y la noche 17. Yo lo odiaba, es verdad. Pero entonces pequeños recuerdos aparecen en mi memoria quitándole el protagonismo a estos otros. Aprendí a zigzaguear entre la multitud de gente. Me sentía la reina de la ciudad cuando bajaba al metro y hacía interminables rutas sin tener que consultar el mapa en ningún momento, todo estaba en mi cabeza. Pasé al siguiente nivel cuando conseguí maquillarme en el tren de camino a una cita, y conseguí el nivel experto de como doblar y leer el Evening Standard dentro de un vagón abarrotado de gente. Aprendí a convivir con turistas, ah no, eso no es verdad, los sigo odiando como el primer día, siempre en medio. Y en fin, un incontable número de cosas que hacen que, una vez más, parte de mi mundo se caiga a mis pies.
Y en tan solo dos semanas echo de menos las fiestas en casa de los amigos, siempre ocupando hogares ajenos. Las no barbacoas en los parques, o los descubrimientos de todos los mercadillos posibles. Las cookies de Ben's, la música de Candem y el PIMMS. El PIMMS. Las fiestas españolas, las no españolas, las de celebración, las de cumpleaños, las de bienvenida, las de despedida... las cenas en el centro, el Excited Egg del Breakfast Club y mi Europa Crepe. Mi crepería, mi lugar favorito de Londres. Las travesias en autobús, los tetris de horarios para cuadrar días de descanso, los pequeños viajes a ciudades "poco turísticas" y ver las cuatro estaciones en un solo día. Echo de menos oír gritar a los niños, llorando siempre, que me despierten a las 8 de la mañana en mis días libres o cuando te dicen que te odian porque les obligas a comer algo que no les gusta o a tirar un juguete o a apagar la televisión, pero también cuando te cuentan que quieren vivir en una nube o te dicen que te quieren antes de ir a dormir, o cuando te confiesan que eres su mejor amiga. Pero lo que realmente echo de menos es meterme con Haizea, recibir los babosos besos de Carlos, abrazar o más bien ser abrazada por mi andaluza, tener que lidiar con las burradas del otro andaluz, ir con Cris a ver las "mejores" pelis del cine, hacer venir desde bien lejos a Javi y hacerle tardar 3 horas en volver a casa y ver la cara de pánico del otro Javi cuando le meto con la bici por el centro de Londres. En definitiva, echo de menos todas esas pequeñas piezas que durante casi tres años formaron mi puzzle.
Me echo a reír recordando esas tardes con una caja de cervezas, porque ello lo requeria, moviendo los muebles de una habitación mínima, para hacerla un poco más habitable y espaciosa, levantarme a las 6 de la mañana para ir a trabajar y tener que ponerme medias debajo de los pantalones para que el frio de estos no me congelaran los huesos, despertarme totalmente deshubicada en el autobús nocturno y darte cuenta de que te tenías que haber bajado hacía ya varias paradas. Esas noches en las que querías dormir y el ruido de los incesantes petardos y fuegos artificiales no te dejaban, y me rio recordando cuando a las 4 de la mañana en el McDonals nos sentábamos cerca de los mas borrachos/dormidos con el fin de robarles las casillas del monopoly y conseguir patatas y hamburguesas gratis, y como echabas pestes cada vez que te tocaba el dichoso porriadge que nadie quería. Los miles de planes, planeados al milímetro y que luego salían bien, pero transcurrían de una forma totalmente distinta a la que habías planeado.
Os va a parecer una exageración, posiblemente lo sea, pero os invito a trasladaros a otro país (cercano o lejano), pensando con volver después de unos meses, y finalmente vivir en el por casi 3 años. Luego, escribidme lo que pensáis, lo que habéis sentido cuando lo habéis dejado. Posiblemente, adornado o sin adornar, se le parezca mucho a lo que yo he escrito. Y es que, al menos para mi, mientras parte de tu corazón esté en otro lugar, nunca volverás a sentirte como en casa. Y parte de mi corazón se quedó en Londres.
Me siento feliz de haber vuelto a casa, de empezar una nueva etapa y superar nuevas metas. Pero mientras tanto, Londres, ciudad alocada, cara, fría, ridícula, excéntrica y divertida, te llevo en mi corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario